Trágico y pestífero
Habría que dejar de usar el adjetivo «trágico» cuando no corresponde. Trágico es que Agamenón muera asesinado por su esposa después de haber sacrificado a su hija para obtener vientos para ir a hacer la guerra, y trágico es que Edipo se saque los ojos tras admitir que asesinó a su padre y tuvo hijos con su madre. No es trágico morir en una peste, sino horrífico. La devastación de la peste está del otro lado de lo trágico, que implica lo terapéutico, la realización de la conciencia y la satisfacción de la necesidad dramática. Precisamente, es tras la peste de Tebas cuando Edipo se da cuenta de qué ha hecho, y precisamente Agamenón sacrificó a su hija en Áulide para parar la peste de la quietud del viento: la peste es el nudo que da paso a lo trágico o a lo épico (en la Ilíada, por ejemplo, que también comienza con una peste y culmina comédicamente tras la identificación con el enemigo y el perdón). Si uno quiere explorar la naturaleza del horror de la peste, sabrá que es errado intercambiarla por lo trágico, y que hacerlo sólo sirve para impedir la consciencia tanto de lo trágico como de lo pestífero (y de lo sacrificial y de lo predecible) y para no pensar en las articulaciones entre los finales de la vida y las empresas humanas.
«Trágico» sería algo así como que Donald Trump se suicidara después de enterrar viva a Greta Thunberg y de darse cuenta de que era la hija que él engendró en Ivanka, o yo qué sé. La tragedia es un final consciente, visible y eminente. No millones de muertes desconcertadas por la peste: eso es lo incontable, el terror asombroso e inconcebible.