Perdonar a Dios

Uno le ofrece disculpas a otro, a quien ha ofendido. Veo esta figura: uno tiende la mano con la palma abierta hacia arriba, o muestra ambas manos con las palmas hacia arriba. Tiene las disculpas en ellas, o en la lengua, o entre las manos y en la lengua. O esta otra figura: entre uno y otro se dejan las disculpas solas, como en el suelo o sobre una mesa servida. Se toman o no se toman. Si el ofendido acepta las disculpas ¿queda comprometido a qué? Al perdón, que es borrar la ofensa, que es hacer que el flujo del tiempo se revierta; que lo que sucedió no esté sucedido. Se compromete a cancelar no solo la deuda sino, con ella, el tiempo mismo: el acostumbrado, sucesivo, que corre hacia adelante; el tiempo que acumula problemas y espera soluciones, al que todos estamos sujetos. Para que quien perdona se comprometa a eso, sabe que lo puede hacer; que en él hay un poder —el dominio sobre el tiempo— que es más que él. No estar sujeto al tiempo es no estarlo a la muerte. Quien acepta disculpas perdona con su inmortalidad. Al perdonar se obra con la fe. También es posible que quien perdona se comprometa a obrar la magia con el tiempo sin saber si tiene el poder de hacerlo. En ese caso, no obra con la fe, pero sí con la confianza; con la paciente certeza de que el nuevo tiempo que se abre con el perdón transcurrirá, y en él se abrirá una nueva vida sin que él aún pueda saber cómo. El que perdona, entonces, sabe que es un dios o confía en que lo es. Es un dios que está afuera de sí y en lo más profundo de sí. Y al borrar la falta, la ofensa y el tiempo sufrido que transcurrió entre la ofensa y el ofrecimiento de disculpas, también borra las disculpas mismas. La reversión del tiempo es el hecho improbable: la resurrección. El que perdona nace. Todo nacimiento es un acto de aceptación. Convertido en alguien que sabe perdonar, quien perdona una ofensa perdona las demás; las que él ha hecho y las que le han hecho. Perdona al tiempo mismo, es decir, cuanto transcurre y el transcurso, las cuentas y su suma. Hace que el tiempo recomience. Describe una revolución. En la hazaña y el instante del perdón, el perdonado y el perdonador viven por fuera del tiempo humano. En ese instante, ambos están ya del otro lado de la muerte. Pasan a estar en el lugar de los espectadores del teatro del mundo, en el que han aparecido antes como actores. Renuncian al escenario y al tribunal para sentarse en la tribuna. Parecería imposible que un hombre pudiera perdonar. Pues parecería que, para hacerlo, tendría que violar la ley a la que su vida está sujeta: la finitud.

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Imagino el perdón como el descanso: como la decisión de no cansarse más. El acto de perdonar no corresponde a la economía del trabajo —de producir para volver a producir—, sino a la aparición del milagro. No es nada lo que ese milagro hace aparecer. Se trata de un milagro que resta. Lo imagino no solo como el final de la condena, sino también como el final de la pena, que es la ocupación de la imaginación en concebir que lo que fue no haya sido o que lo que no fue haya sido.

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¿Cuál es el momento del perdón? ¿Cuándo llega? ¿El tiempo del perdón es simultáneo al padecimiento por la ofensa recibida —y es la aceptación misma del padecimiento—, o viene después? ¿Puede ser un instante intermitente, y entonces uno repite la serie de dolerse, culpar y perdonar, una y otra vez, sin que haya fin para su perdón desperdonable y reperdonable? En mi país se pide «perdón» en lugar de «permiso». Cuando alguien va a pasar por el lado de otro y quiere expresar que necesita un espacio, ofrece disculpas en lugar de anunciarse. Se declara, extrañamente, en falta. Anticipa la falta que le sería imputada injustamente y por la cual está pidiendo, por tanto, un perdón falso. También sucede que se interpone en falso la petición de perdón al inicio de un discurso: «Perdón, pero no estoy de acuerdo contigo…». Es una inconsciencia cotidianamente cultivada.

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Saber que se ha tenido una vida —es decir, una historia que para conocerse necesitaría contarse de innumerables maneras— es lo que permite perdonar. La vida es distinta de la manera de contarla y de cada cuento singular que pueda contarse sobre ella. El pasado es tan inabarcable como el futuro. La responsabilidad con respecto a la infinidad de la propia experiencia lleva al descubrimiento de que se está ya en otra vida, distinta de la determinada por la ofensa y distinta de la historia de la ofensa. La consciencia de la abundante ignorancia sobre la propia vida —de la ignorancia sobre cómo contarla— lleva también a saber que toda ofensa se hace por ignorancia de la historia del otro, en la que se inscribe. Perdonar es la manera de pasar de un momento a otro momento. Entonces, no solo es ponerse por encima del tiempo; es también entrar verdaderamente en el tiempo; integrarse al crecimiento.

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El perdón, que es íntimo y tal vez inenarrable, indica el cultivo de una nueva memoria. O, en todo caso, el abandono del cultivo de una misma memoria. O la liberación de la memoria. Habiendo perdonado —o creyendo que perdona, o tras decidir que ha perdonado— uno dejaría que su memoria creciera salvajemente: que se reprodujeran los recuerdos, con sus abrojos y sus árboles, sin atenderlos ni guiarlos. Dejaría que la memoria tapara la memoria y que su fronda no dependiera más de la atención del jardinero sufrido y su trabajo de remembranza. Tal vez el perdón indique, también, el olvido de la justicia, y la liberación con respecto a ella. Tal vez el perdón indique además el olvido de la verdad; la renuncia a la pretensión de saber verdades sobre las causas y las consecuencias. En el proceso del perdón, la verdad no es el inalcanzable y variable «por qué», ni el «cómo». La verdad es la ofensa.

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¿Cómo serle fiel, en el perdón, a lo que me pasó, es decir, a lo suscitado por la acción de quien me ofendió? A lo mejor puedo serle fiel a la ofensa (es decir, acompañarla y verla) siéndole infiel: dándole una forma distinta de la que se me ha impuesto. El perdón requiere el relato nuevo y es un acto creativo. La facultad que lo permite es la imaginación, que es la búsqueda de asociaciones entre las cosas. Abandonar el recuerdo pero cuidar la experiencia sería cambiar la contabilidad por la narrativa, la cuenta por el cuento. El perdón requeriría, entonces, una adaptación. Mi historia de ofendida tomaría la forma de una fábula, por ejemplo: «Había una vez un león que vivía muy flaco en la selva, y un día llegó un buey…». La narrativa puede sacarme del hechizo de la ofensa. Ninguna narrativa es la verdad. Ni siquiera lo sería la suma inimaginable de todas las narrativas. Lo que se busca en el acto de perdón no es saber sino despertar, que es otro nombre para responder, que es otro nombre para nacer, que es acceder a un nombre nuevo.

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Al ofrecerle disculpas al ofendido, también el ofensor ofrece su propia historia. A través de la confesión, se espera que quede vacío de aquello con lo que hizo daño al tiempo que se llenaba de daño. Quien confiesa lo hace ya desde otro lugar, desde otro distinto del que actuó. Se desdobla, para poder contarse. Ha sobrevivido a una conversión: es otro de sí mismo. Es uno que quisiera ser.

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El recuento de lo que he hecho llama al recuento de lo que me ha pasado, y este recuento me pide, a su vez, que tenga en cuenta lo que les ha pasado a quienes me han afectado. La confesión lleva implícitamente (es decir, sin llevar la cuenta interminable) la labor de tener en cuenta. La responsabilidad no me exige que encuentre un culpable último y lo identifique con mi persona, sino que identifique mi agencia y sepa que esta es una estación en un camino que viene de otra parte, de todas partes. La responsabilidad es caer en la cuenta del entramado de los vínculos y las implicaciones. Quien pide perdón y confiesa —implícita o explícitamente— y quien perdona son reversibles en el acto del perdón. Solo perdona el que sabe que necesita ser perdonado, y solo pide perdón el que sabe que necesita perdonar. Los dos se dan cuenta de que cada uno contiene la historia de toda la humanidad. Esa consciencia, que es la condición para perdonarse, es también la condición para la fundación de una comunidad y el sustento de la compasión, que no consiste en ponerse en el lugar de otro, sino en enterarse de que en el lugar de uno, dentro de uno y no al lado, están todos los demás. Para la compasión se pone uno en su propio lugar.

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Alguien puede decir que no hay culpables, ya que nadie puede conocer cuál es el efecto de sus acciones. Al hacer el bien, puedo estar echando a andar una cadena de causas y consecuencias que vaya a parar en un mal sin remedio. Y al hacer un mal aparente, también puedo echar a andar un mecanismo que derive en la salvación. Sin embargo, existe la realidad irreductible del dolor que provoca en el otro una decisión mía. Si rehusara honrar mi responsabilidad individual pues no puedo ver realmente el futuro y el alcance de cada una de mis acciones, estaría ignorando que precisamente el ofendido, que está delante de mí, viene del provenir de mi acción. Ese otro frente a mí, con su dolor manifiesto, es mi posibilidad de ver el futuro.

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El acto de perdón empieza por una pregunta. Pedir perdón es preguntar si uno recibirá la absolución, pero también es preguntar «qué hice». Y preguntar «qué hice» es preguntar «qué pude». Y eso es preguntar «quién soy» y «quién más he sido, que no he sabido». Quien perdona, a su vez, pregunta: «qué puedo», y eso también es preguntar: «quién soy», y «quién más puedo ser».

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Nadie confiesa ante la inocencia del otro. Se confiesa ante la experiencia del otro. Se espera que la experiencia del otro perdone. Escucho de otro la confesión de lo que me ha hecho, y en esa confesión recobro algo que he perdido: una manera de contar mi historia. Tal vez también reconozco, en lo que le oigo confesar al otro, una parte o una posibilidad de mí. Me pregunto si yo habría podido hacer lo que él dice que hizo. Sé que no habría podido hacerlo, por la manera como estoy constituida y, sin embargo, lo que oigo no me es totalmente ajeno: está dicho en el mismo lenguaje que hablo. Está dicho con palabras que reconozco, del lenguaje de los humanos.

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Al disponerme a perdonar a otro, me libero del personaje que fui para él. No soy ya su ofendida. Afirmo que soy otra que mi ofensor no conoce. Afirmo mi multiplicidad.

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Yo no sé si he perdonado; si soy culpable de no haber perdonado, además de ser culpable de todo aquello por lo que estoy imperdonada. A veces sospecho que, en toda la historia de los hombres, no ha habido nadie que pueda saber si perdonó o no lo hizo, o que pueda definir —conocer, contener— el perdón. A lo mejor la búsqueda del conocimiento del perdón es la búsqueda infinita, y en la vida no se llega a su encuentro. El perdón es, tal vez, el deseo: el ir para siempre, y aquello a lo que siempre se encuentra uno atraído. El deseo de perdón, que es el deseo de quedar en la paz de no esperar más la restitución de lo quitado, es la condición para seguir viviendo. Querer perdonar y ser perdonado es lo humanamente posible. A veces me he negado al perdón para no perder la ofensa, pues ella es algo que tengo; un bien recibido de otro, como una herencia. No sé si he perdonado, pero sí he dejado de pensar en el daño que se me hizo. He dejado de esperar las disculpas del otro y de cobrarle lo que creí que me debía. No creo que haya vuelto a nacer en el perdón, pero he parado de concebir la ofensa y de imaginar a quien me ofendió. He dejado de estar ocupada por él, que tal vez signifique que he impedido que él siga transcurriendo en mí. Quizás, entonces, lo que he pensado que es perdonar al otro ha sido darlo por muerto; renunciar a su imagen viva y posible. Y, al hacerlo, también he dejado de considerarlo fuera de mí. Me pregunto si haberlo realmente perdonado habría implicado empezar a concebirlo afuera, como alguien distinto de mi imaginación, con una vida que me fuera misteriosa; tenerlo presente e interesarme en él, y no ausentarlo, que es lo que he hecho. Ahora se me ocurre que no es posible que no haya perdonado ni es posible que no me hayan perdonado. Para estar viva, tengo que haber sido perdonada. También para morir, los muertos han perdonado.

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O perdonar al otro es darle sepultura y celebrar sus funerales. No se sepulta a alguien para olvidarlo, sino para dejarlo en la memoria de la superficie de la Tierra; para poner una piedra y su nombre encima de su carne y sus acciones parciales, específicas, conocidas y confusas. Al perdonar al otro, le celebro en mí los funerales que deben dársele a todo ser humano. Lo cubro. Lo hago pasar. Mi perdón hace que el otro pueda llegar a su fin en mí; que deje de ser en mí el desaparecido, el insepulto o el penitente, y que deje de tener yo, en mí, un cuerpo desaparecido y un fantasma.

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Cuando perdono a otro, ¿decido reconocer —y no reconocer más— una parte de él, que fue la que (imponiéndose sobre sus otras partes) quiso ofenderme y me ofendió? ¿Tal vez el que me ofendió es uno que vive o que vivía en la persona a quien quiero perdonar —uno de los innumerables personajes que viven en cada quien—, pero al perdonar sí perdono a la totalidad de su persona, pues reconozco que esa persona no solo fue el personaje que me ofendió, sino también el que confiesa y pide perdón? Al perdonar a alguien digo que él no es equivalente a la ofensa que me hizo, ni a ninguno de sus actos. Reconozco que no puedo conocerlo: que la ofensa sola no da la medida exacta de su vida. Al mismo tiempo, lo hospedo: lo integro sin contenerlo. Le doy un lugar en mí y me hago territorio para él. Acepto verlo como un dios, o bien, perdonarlo como a un dios, que excede mi comprensión y cuyos límites no vislumbro. Y quedo vinculada con él con un vínculo nuevo que testimonia que la culpa es un lazo provisional, menor y endeble.

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¿Qué está en el lado contrario del perdón?, ¿el rencor, o el castigo? ¿Al perdonar renuncio al castigo del otro, o a mi deseo de su castigo? Al optar por el perdón tal vez siento que, de optar por el castigo, este sería un castigo también para mí. Al perdonar se deja en libertad. Se pone la libertad —la propia, la del otro, el bien de la libertad— por sobre los demás bienes. Se confía en la libertad. ¿Qué está en el lado opuesto de la confianza?, ¿la cólera? El personaje que causa un daño es el colérico. La cólera es la operación por medio de la cual alguien se sale de sí a través de una herida. Es la evidencia de la desintegración. De la persona sale, pues, el personaje colérico. La misma cólera que daña —esa parte inarticulada con las otras partes y con el otro— es la que impide perdonar. ¿Qué está del otro lado de la cólera? Podría pensarse que el sosiego o que la compasión, pero, también, que la consciencia enternecida y cruel de lo humorístico, del ridículo. A lo mejor la risa es la actitud propia del perdón.

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Al empezar a ensayar estos pensamientos sobre el perdón, vi la figura del que ofrece disculpas como un monumento: de pie, con las palmas hacia arriba, con los brazos despegados del cuerpo. Tal vez el que ha sido agraviado está más abajo, postrado, encogido o agazapado por el sufrimiento. El que ofrece las disculpas —si usamos ese verbo, «ofrecer», en lugar de «pedir»— parecería tener algo que el otro no tiene. Parecería que el otro le ha pedido que le devuelva lo que le ha quitado y aplaque su demanda. Debe de ser por eso, por esa superioridad concesiva perceptible, que a veces es difícil perdonar a quien ofrece disculpas. Veo otra figura: el que ofrece disculpas no ofrece nada, sino que pide perdón. Es un suplicante, y lo que tiene es su pobreza. Da un gesto de compunción y mira hacia abajo, pero no al otro, sino al suelo. Las disculpas son su propia devastación. El ofendido es un dador. Concede las disculpas. Su mirada está por encima de la del otro, sobre su cabeza. Es él el que adopta la forma erguida, de manos abiertas. Tal vez por esa superioridad perceptible a veces nos resulta imperdonable aquel que quiere perdonarnos. Hay estatuas que representan a Jesús mirando a la humanidad hacia abajo, levantado y con las manos abiertas y los brazos separados del cuerpo, como dando con las manos vacías y como indicándole a la humanidad que ella también se levante. Hay otra imagen de Jesús que también lo muestra vertical, pero clavado en la cruz. No se sostiene a sí mismo y está abierto. Está siendo castigado por los hombres y perdonado por los hombres. Antes de la cruz, ha enseñado el Padrenuestro. Para enseñarlo, lo ha rezado él mismo, en primera persona: «Perdona nuestras deudas, así como nosotros hemos perdonado a nuestros deudores». En un mismo acto, en las palabras del hombre, Dios ha pedido perdón y ha perdonado.

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Puedo imaginar que los dos que se perdonan están ambos de rodillas, frente a frente, quizá solos, quizá bajo las alas o los brazos abiertos de un tercero. Al tiempo que se reconocen en su inmortalidad, se reconocen en su definitiva mortalidad. Aceptan su límite: testimonian que no vivirán para siempre y que no pueden ver sin límite. A cada uno lo excede la vasta realidad del otro. No pueden comprenderse mutuamente, pero imaginan que ser juntos —no ser cada uno solo sí mismo— puede ser la única manera de salvarse, de ser más vida que muerte. Ven que el perdón, que parece imposible, parece también inevitable.

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Veo otra figura: la de uno que está solo y perdona sin que el otro le pida perdón; adivinando e inventándose el ofrecimiento; ofreciéndoselo a sí mismo. Veo otra figura más: la de dos niños de pie frente a frente, que se estrechan la mano después de que se han peleado. La madre les pide que hagan «las paces», con ese plural enigmático. Les dice que no importa ya quién empezó ni qué se dijeron. Que no va a castigar a ninguno. No indaga sobre el origen de la disputa. Que uno se sienta ofendido por el otro es suficiente para saber que se ha hecho un daño. Dense la mano, dice, y los dos se dan la mano bajo las alas de ella. Pensaría uno que ese perdón sin examen es un trámite insignificante; que eso no es el perdón. Y, sin embargo, sirve para que los niños vuelvan a jugar.

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En el centro secreto de cada uno está el perdón, vivo, coincidente con el soplo mismo de la vida. No conozco mi capacidad de perdonar, así como no sé cuánto he sido amada. Sé que porque perdono y soy amada puedo esperar el día. Los dos que se perdonan entre ellos aceptan el orden de lo real y la razón ignota de cuanto pasa: perdonan a Dios. Tal vez hace falta que haya dos para tener ese conocimiento último de la realidad que es la sola sumisión a ella. Tal vez, para que haya dos, tiene que haber una ofensa y un olvido. Los dos que están por turnos postrados y de pie —o ambos de rodillas, o dándose la mano, o el uno en la imaginación del otro solitario— se encuentran presentes en la Tierra. Ven la espléndida belleza de lo visible: la luz, las nubes, las olas, las hojas. El brillo de las cosas existentes: el milagro, que es el mundo que se ha permitido que sea. El mundo presente: perdonado. Y entonces saben que ya no hay disculpas que ofrecer. Ya solo está el favor. Escuchan el murmullo de las ramas en el viento y los sonidos del viento en la garganta de los animales —el bramido del buey y el rugido del león—: esas son las instrucciones.