Mensaje navideño
Todo comenzó hace un par de décadas con cabello. A los esnobs bogotanos les pareció de repente que esa era la única palabra correcta para designar lo que les crecía en la cabeza, y oí decir que “pelo es el de los animales; cabello, el de las personas”. El término, que aspiraba a ser elegante, se convirtió en un estigma de clase. Ante el cultismo traído de los cabellos se parapetaron quienes dominaban la lengua y sabían que pelo no era exclusivamente el de los animales aunque cabello no constituyera un error, y se les pararon los pelos a otros que no tenían el menor conocimiento pero consideraban una marca de distinción el sentir desdén por el castellano y consideraban cabello una palabra frondia y en general la variedad de léxico, señal de mal gusto.
Tras el cabello vino el colocar, que la pedantería bogotana se figuró como un sinónimo refinado de poner o como su forma correcta. Cada cinco segundos un ignorante afirmaba que “son las gallinas las que ponen”. Por la misma época se inventaron que escuchar era la manera noble de oír: “Uno oye un ruido, pero escucha música”, se decía sin mirar ni por equivocación en un diccionario. Mirar, por su parte, reemplazó a ver como si significara lo mismo pero mejor. (Hace poco vi escrito: “Esos kilos de más no se le miran bien”). Entre los ejemplos más recientes están la frase el día de hoy, que ha reemplazado a hoy, y el verbo manejar, que se ha adoptado como forma vergonzante de tener. “No manejamos pescado”, dicen en los restaurantes que no tienen pescado y que por tanto no lo sirven. No he oído la explicación, pero me imagino que si la pidiera me dirían que “se tiene sida, pero se maneja un alimento”.
Me gustaría entender cómo ha llegado esta ciudad a considerar que los verbos corrientes y breves –poner, tener, oír, ver– son precarios, sucios, corrosivos. No sé si el fenómeno tenga que ver con el encarecimiento desbocado de todos los bienes de consumo en nuestra ciudad y sea un ejemplo de la tendencia a la ostentación en este antro arribista.
El uso de escuchar por oír, mirar por ver y colocar por poner quizás surgió como una peculiaridad con la que la clase media aspiraba a distinguirse de sí misma, o bien, a presentarse ante una élite a la que acertadamente consideraba inculta. En cualquier caso, hoy es universal: he oído a catedráticos colocar calificaciones y al alcalde colocar cualquier cosa (casi siempre para nuestro pesar) y he leído que según un periodista ha sido colocada una bomba. El manejar que ha reemplazado al tener y el día de hoy que reemplaza al hoy tienen otro escenario: el de la atención al cliente y su afán por mostrar como profesionalidad la servidumbre sin que haya un cambio social que respalde la pretensión.
"Me gustaría entender cómo ha llegado esta ciudad a considerar que los verbos corrientes y breves –poner, tener, oír, ver– son precarios, sucios, corrosivos".
Pero más que conocer las causas del fenómeno me gustaría saber cómo podría yo hablar de él; cómo podría pensarlo y representarlo sin pasar por poco realista y conservadora, por un lado, y, por otro, sin limitarme a la demostración de una perspicacia clasista. Y aun más que esto, me gustaría saber por qué me preocupa tanto esa especie de inflación grotesca del habla bogotana. Por qué insisto en que me crean que en castellano la v no se pronuncia de manera distinta de la b a pesar de que tantos locutores estén convencidos de que sí. Por qué se me ha convertido en una fantasía el hacerles ver a mis coterráneos que pueden decir millones de veces hoy sin pagar un centavo; que no tienen que hacérselo costoso a sí mismos con el sobreprecio de el día de. Que colocar tiene su propio significado, que no es el mismo que el de poner, y que pueden poner lo que quieran aunque no tengan nada ni mucho menos manejen algo. Que no por decir que la escuchan es mejor la basura de música que oyen.
He llegado a pensar que, después de todo, es posible que yo tenga una especie de espíritu navideño; que me incumbe que las personas hablen bien porque quiero que disfruten más al hacerlo. Pero no, no creo. Lo que me importa no es esta gente sino otra: las palabras. Me preocupa que me retuerzan y emperifollen la esplendorosa pobreza de cada palabra.