Maradona (I)

Sigo mirando la épica vida de Diego (el documental de Asif Kapadia, el de Kusturica, etc.) para ver en ella, como en toda épica, los sentidos de nuestra vida: el hijo de un país de inmigrantes, Argentina, es reclamado por Italia, la nación de los ancestros inmigrados. Lo acogen grandiosamente, pero él no deja de ser en Nápoles un gladiador (es un esclavo extranjero; de hecho, literalmente lo han comprado). En Nápoles es amado, además, ya como un muerto: le hacen altares, le rezan en vida, lo llaman «dios». Ni con una cosa ni con la otra (ni al jugador comprado, gladiador extranjero, ni al canonizado en vida) se lo reconoce propiamente como humano. En 1987 Maradona dice «Nápoles es mi casa»: cree que tiene una nueva casa en el mundo, un lugar propio. Pero antes ha cometido, allí en el lugar donde creyó refundarse, un primer acto de hibris: el de no reconocer la paternidad de un hijo italiano. El inmortalizado en vida ha despreciado la inmortalidad a la que tienen acceso los hombres comunes: la sucesión. En 1990 viene el otro acto de hibris que lo precipita a su destino: reclama como suya la patria de acogida. El inmigrante retornante les pide a los napolitanos que, en el mundial italiano, apoyen a la Argentina (el lugar de acogida del inmigrante ancestro). El esclavo/muerto/inmortal quiso ser conquistador y colonizador. La hospitalidad italiana se convirtió en hostilidad (vinieron la denuncia, la infamia, el juicio por drogas). El hijo doblemente ilegítimo (inmigrante de inmigrantes) no reconoció la paternidad, y luego creyó que podía dividir la patria (la tierra del padre). Entonces Italia lo separó a él de su territorio verdadero: el fútbol, la cancha. El calculador magistral de espacios no vio que estaba fuera de lugar (no vio su hibris trágica, que es salirse del lugar propio), y quedó entonces en ese otro lugar fuera de sí; en esa expulsión que es la adicción (entre la vida y la muerte, sin conciencia de su lugar propio, en el letargo de los lotófagos de la Odisea). Su vida, como la de cada uno de nosotros, ilustra la vida de la humanidad. Lo que pasa es que, en el caso de él y de algunos otros (como de los personajes de la tragedia griega y la épica, de Edipo y Aquiles), esa vida se hace espectacularmente visible: se escribe o se representa delante de todos. Nuestro don es poder leer, leernos en él. Por eso, en estos días, cuando las señoras del Carulla decían «fue un mal ejemplo», se equivocaban tanto: fue, exactamente, EL ejemplo de nosotros. También, señoras feministas, fue el ejemplo de las disonancias patriarcales. Yo lo adoré, cuando era niña futbolera, por su belleza. Ahora, que soy lectora de literatura, lo adoro por darme ese espectáculo espléndido, terrible, de la tragedia del hombre representada ante mis ojos y durante mi propia vida. Es decir, también por su belleza.