La pausa de los loros

El dosel verde produce una desilusión óptica que hace que lo alto, las copas de los árboles, parezca lo bajo, el piso. Desde afuera, la selva no tiene geografía; es una mancha que no para de derramarse. Pero el pasajero del avión recuerda que lo que parece suelo es techo, y reconoce la paradoja de que el gran espacio exterior es un gran espacio cubierto; un espacio interminable pero íntimo, una sombra que se cubre a sí misma, la secreta habitación inmemorial del pasajero, guardada en lenguas que él no habla.

De cuando en cuando, de ese espacio invisible a distancia, del espacio no tele-visible, sale a la civilización un hombre. No es un hombre de la selva; habla la lengua que hablamos quienes lo esperamos. Es un secuestrado. No se había ido sino que había sido llevado; no ha regresado sino que ha sido traído. Personifica la paciencia. Y quienes lo recibimos exigimos con impaciencia que nos rinda un informe, como quien interroga a alguien que ha estado, por encargo suyo, espiando el otro lado.

Buscamos en la televisión los ojos del desaparecido aparecido para ver si a ellos asoma un indicio de la selva, de la vida que no podemos conocer. Lo miramos como si fuera un primer hombre. Tenemos toda la atención —toda la tensión— puesta en describir cómo nos abraza. Estamos cautivados por el que estuvo cautivo. Y nos es dado preguntarnos si acaso el hombre a quien miramos sale de una prisión sin límites y sin lenguaje para entrar en la prisión de nuestras interpretaciones, nuestros juicios sentimentales, nuestras expectativas periodísticas, nuestras opiniones políticas, nuestras especulaciones psicológicas.

Creo que el examen de aquello que los espectadores sentimos en el momento de la liberación del secuestrado puede constituir una puerta hacia la exploración de nuestra identidad. Me parecen perezosos los comentaristas que despachan el espectáculo de la liberación calificándolo de “mero oportunismo mediático”. Si nos negamos a indagar sobre qué es lo que buscamos aprender con nuestro interés en las imágenes del regreso, estaremos perdiendo una oportunidad de averiguar algo sobre la dialéctica de la civilización y la naturaleza en América Latina, sobre nuestros prejuicios acerca de la lucidez y la cordura, sobre la convivencia y el aislamiento, en fin, sobre nosotros los supuestamente libres.

Tras ser liberado, Pablo Emilio Moncayo nos dijo que la guerrilla parece invisible pero es una realidad presente. Que no podemos negar su existencia. Al escucharlo, oí que también lo decía de la selva. Pero antes reparé en su primer gesto, que no fue verbal. Tan pronto como descendió del avión en que otros hemos sobrevolado el dosel sin entender nada, Moncayo pidió, con las manos, una pausa. A la urgencia del entusiasmo y a las prisas de la lástima, pero también al atropello de la alegría y del dolor, anteponía la pausa de la realidad y el sentido: la pausa era necesaria para que los dos loritos que traía en la mano y que poco antes se había sacado del bolsillo de la camisa del uniforme, del bolsillo junto al corazón, no se espantaran.

Esos dos loros son la carta que Moncayo nos trajo de la selva: los loros, que hablan si se les enseña pero que quizás no saben, cuando hablan en nuestra lengua, lo que dicen; los loros, tan longevos como los hombres; los papagayos capturados que llevó Cristóbal Colón a los Reyes Católicos, como regalo y prueba, tras su primer viaje de exploración; los loros que sobrevuelan la selva pero que también penetran en ella y acompañan a los hombres capturados y los ayudan a seguir siendo hombres mientras se convierten en otros.