La parábola del toreo

El torero viste las medias rosas, del color que la convención de los géneros destina a las mujeres. Viste a menudo el traje rosa, celeste o amarillo pálido, de los colores de los niños pequeños, de las niñas. La taleguilla (que es como se llama el pantalón) es de media pierna, como hasta hace no mucho se destinaba a los impúberes. La chaquetilla está bordada y decorada con luces (con alamares y lentejuelas), como no está nunca decorada en nuestra cultura la ropa de los hombres. Es una prenda de mujer. Le ciñe el talle, le achica la cintura, le hace curvas en el cuerpo: curvas de mujer. Las calzas ceñidas acentúan las nalgas, y por delante el protector le hace ver el bulto en la ingle mucho más grande de lo que es en realidad. Él oculta el bulto detrás del capote, de una gran falda rosa y amarilla que sube y baja, que ondea, que muestra y oculta, que seduce e incita. Mira, soy un hombre, soy una mujer. Soy una mujer que se recata. Ahora soy una mujer a la que puedes penetrar. El torero, el hombre feminizado, pone en escena su histeria. La bestia está al otro lado: el toro negro, que es el deseo frente al deseo del torero y que es el deseo mismo del torero. El toro es el falo, y sus cuernos son falos, pero también el toro es la mujer: el animal mudo, acorralado, cautivo, sin defensa, y el animal oscuro, desconocido, inquietante. El torero le muestra al toro la falda, el capote, y el toro embiste como si fuera a penetrar, pero cuando va a tocar, ya el torero ha retirado el cuerpo para dejarlo pasar. El toro pasa a través de la tela y las volandas como pasaría a tocar carne o a clavarse en la carne, y pasa también como a través de una cortina, al afuera o al interior, y también como pasaría través de un telón, a la trasescena o a un mundo siguiente; pero detrás de esa falda, de esa cortina y de ese telón no hay carne ni espíritu, ni hay afuera ni adentro, ni está la realidad; está el mismo escenario. El toro se despierta una y otra vez en el mismo sueño, que es el sueño de su tortura. El torero, a un lado, bajo su montera, que simula las orejas de un toro o de una vaca, le dice: No solo estoy castrado, no solo no tengo vagina, no solo no soy un hombre, no solo no soy una mujer, sino que no soy material; soy un fantasma. No existo. Tú mismo te engañaste queriendo avanzar y pasar, atraído por el movimiento, por el color, por tu siguiente paso, por tu carrera. Tu muerte es tu culpa, que tomaste una fantasía por la realidad.

Una y otra vez se repite el acto. Si el toro hace su papel, embiste la nada. No hay manera de hacer otra cosa. Si se resiste, si no se mueve, si no desea, lo sacarán de la plaza porque no ha servido; lo matarán, lo molerán. El deseo, el toro, mira y mira y no ve nada. Si se acerca mucho, si pone en peligro al torero, este se esconde detrás del burladero: el toro bravo es burlado. Al toro manso se le burlan. No hay nada que el toro, esa hembra sola que es también falo, ese animal que solo era deseo de seguir vivo, pueda hacer.

Luego sale el matador con otra falda: una roja, más corta, la muleta. El pene que escondía detrás se ha convertido en falo, en espada: es la prótesis de su virilidad impotente. La espada misma sostiene la muleta. Sigue toreando al toro, haciendo que se canse. Que se canse y que se irrite. Es posible que el toro —la mujer que buscó su deseo, el falo que buscó su deseo, el deseo encarnado del hombre que teme su propio deseo por un falo o por una vagina— ya solo quiera morir cuando el torero saca la espada horizontal y corre hacia él.

El toro se agacha y deja una abertura entre los hombros, y entonces el matador le cruza el cuerpo a través de ese hueco que el toro mismo le muestra al someterse. Con la cruz formada por la espada y el cuerpo del toro —con esa crucifixión del deseo— el matador recobra su pene. Junto al toro muerto, junto al toro presentado como culpable de su propia muerte, el matador se descubre ante el público, ya sin faldas ni faldones; presenta el cuerpo erguido, con el pechito hinchado: ahora es un macho que también ha sabido ser una dama, en su doble histeria. Es un niño. Es un inocente. Ha matado su propio deseo y el deseo del otro; ha matado al otro y a la otra, en sí mismo y afuera.

Y nadie en la plaza, y mucho menos él, se percata del colosal ridículo —del ridículo que solo ha dado dolor y que ha matado la vida—.

Tampoco nadie en la plaza se percata de que acaban de aplaudir una escenificación de la leyenda de don Juan; un entretenimiento que se inventó en el mismo lugar y en la misma época en que surgió el personaje de don Juan —solo que en el teatro, al final el burlador muere—. En la plaza, el burlador mata. Año a año, se reivindica este otro final, el del don Juan victorioso.