Inteligencia artificial
Voy a hacer una confesión. El avance de la inteligencia artificial me aterra hasta el punto de lo indecible (como la peor de las pesadillas, como el miedo a estar perdida y abandonada, y a quedarme así para la eternidad; como el miedo al infierno). Adoro al ser humano y su Ley única: la mortalidad. Creo en la grandeza del hombre y la mujer con su infinita capacidad desorganizada dentro de su carne corruptible y concupiscente. Me conmueve y me enamora hasta el delirio el humano con su única ocupación: el temor de la finitud y la superación de ese temor, y con su único anhelo incumplible: el de durar en el Amor. Prefiero que se acabe este mundo antes del cumplimiento del sueño de la inmortalidad en él: en el dato, en la información, en el programa. De niña y de joven siempre pensé que, en cuanto a los cambios de la realidad material —o sea, el progreso—, iba a estar en el bando de la vanguardia. Ahora sé que estoy en la retrogradía, y que el resto de mi vida voy a pertenecer, ya nostálgicamente, a un mundo pasado. Sé, también, que con cada acción mía en la Internet (este post, entre ellos) contribuyo al edificio de esa Babel nueva que es la inteligencia artificial —y a su principal consecuencia, el ocaso del arte, y a su otra consecuencia, la eliminación del sexo— y me tortura saberlo.