El lenguaje policial

Hace dos días oímos y leímos en sendos (adjetivo que significa uno de cada uno, y no “grandes”) comunicados de la alcaldesa de Bogotá y de su secretario de Gobierno, ante los hechos recientes de abuso policial, un colosal disparate: que se iba a “ofrecer perdón” a las víctimas. Lo que querían decir era que se iba a pedir perdón a las víctimas, por supuesto —pues no creo que estuvieran diciendo que las víctimas (los asesinados y sus familias) necesitaran que se las perdonara—, pero efectivamente dijeron lo contrario. Para explicar el desliz compartido, puedo imaginar que alguien un día les dijo a los funcionarios del gobierno local que lo correcto era decir “ofrecer disculpas” en lugar de “pedir disculpas”, y que desde entonces ellos, llenos de inseguridad, le han chantado el “ofrecer” al “perdón”, para terminar —sin detenerse a pensar por un instante en qué es perdón, ni en qué significa ofrecer algo, ni en cómo el ofendido concede y no recibe el perdón— diciendo una barbaridad.

En una extraña búsqueda de sofisticación, que los aparta de la expresión común para buscar autoridad y majestad, los miembros del gobierno y de la fuerza pública retuercen las palabras. Es así como dicen “femenina” en lugar de “mujer”, “individuo” (o “sujeto” o “particular”) en lugar de “persona”, etcétera. El uso de esos términos separa al hablante de su referente —pues la imaginación concibe menos bien a un ser humano al que se le llama “el particular”— y contribuye a la erosión y a la enajenación del primer bien público, el que todos compartimos, que es la lengua materna.

Hace unos meses conté en Twitter que un vigilante de un almacén (o sea, un miembro de un cuerpo parapolicial) me había pedido, al verme entrar al almacén con mi perra, “Colabóreme con el canino” en lugar de pedirme que sacara a la perra, y que yo lo corregí diciéndole que no veía ningún “canino”. El público de Twitter, siempre reactivo en su afán de inculpación, me acusó entonces de ser clasista y enemiga de la expresión popular. Es de suponer que, según la fantasía de ellos, la población con menos recursos dice “canino” y no “perro”, lo cual jamás ha sucedido. Lo que sí ha sucedido es que la sensación de inseguridad y alienación con respecto a la propia lengua hace que la gente se distancie de su expresión natural y que esto redunde en un proceso de autoexclusión. En el caso que relato, el público de Twitter no entendió que yo no defendía un uso “correcto” de las palabras, sino un uso racional, consciente y, sobre todo, compartido. Al decir “canino” en lugar de “perro”, se debilita el significado; deja de verse y de considerarse al perro. Quizás, si llamara “perro” al perro, el policía correría el riesgo de darse cuenta de que no hay ningún motivo racional para impedir la entrada de un perro a un almacén de zapatos, y si llamara “hombre” al hombre, correría el riesgo de darse cuenta de que no hay ninguna razón para matar a un hombre.

La sensación de inseguridad con respecto al habla común, al propio y simple uso de las palabras que nos relacionan y nos unen, no está disociada de la sensación general e hipertrofiada de inseguridad con respecto al otro. La inseguridad sin fundamento que se siente ante un ciudadano que camina por la calle —o que bebe o vive en ella—, y que culmina con el asesinato de ese hombre, no está separada de la inseguridad sin fundamento que se siente al decir u oír las palabras “perro”, “hombre”, “mujer” o “perdón”. La incapacidad del policía de oír y decir “perro” o “persona” se relaciona con la incapacidad del policía de oír el “Por favor” repetido de un hombre a quien se ha abatido y que pide que se le deje de electrocutar, como sucedió con Javier Ordóñez, la primera víctima de esta avalancha reciente de inconsciencia policial.