Leo en un tratado de Girolamo Vico Acquanera que la confesión literaria se hace desde el otro lado de la conversión. Confesar implica rendir el verídico testimonio de que uno ya es otro, y prometer que seguirá siendo ese otro en quien se ha convertido. Al confesar, uno sugiere que está hablando como resucitado, sobre una versión de uno mismo que ha muerto. Al tiempo que proclama el cambio con el orgullo y la alegría de verse desde una nueva altura propia —de haberse hecho legible para sí mismo—, muestra la compunción de los actos funerarios. A diferencia de la confesión católica, que puede repetirse una y otra vez, la confesión literaria, que se emite ante el lector —que es quien no vuelve después del libro— y ante Dios —que ha permitido y encargado lo escrito— es irreversible y única. La confesión literaria es una promesa ya cumplida. Presupone, por parte del lector, una confianza total en el autor: la fe en que el autor no volverá atrás, por amor a él, que es la segunda persona y es Dios en el texto. A cambio de la devoción del autor, el lector da su aceptación. No aprueba ni desaprueba lo que el autor confiesa sobre su carácter o su pasado; simplemente recibe, en el acto de la lectura, lo que el autor rechaza de cuanto tiene. En ese acogimiento del desecho —en esa suerte del desecho, que encuentra un lugar— está la cura.